A lo largo de la historia han existido múltiples autores que han sustentado diversas teorías en relación con la división de poderes, siendo notables al respecto tratadistas como John Locke y Charles Louis de Secondat.
John Locke en su obra Tratados sobre el gobierno civil (1690) planteó la instauración de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Federativo, así como Charles Louis de Secondat, barón de la Brède y de Montesquieu (mejor conocido como Montesquieu), quien en su trabajo Del espíritu de las leyes formuló la propuesta de depositar el gobierno en poderes que hasta el día de hoy prevalecen —es decir, Ejecutivo, Legislativo y Judicial—, con la finalidad de que existieran limitantes para el ejercicio del poder.
En nuestro país han existido diversos ordenamientos fundamentales de acuerdo con la realidad social imperante en cada época, partiendo de la instauración de la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, hasta la Constitución que prevalece en nuestros días, promulgada en 1917.

Sin embargo, en relación con el principio de división de poderes, no fue sino hasta el 18 de diciembre de 1822 cuando se implementó por primera vez esa teoría, en el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano. Este ordenamiento constaba de 100 numerales, distribuidos en ocho secciones, entre ellas la tercera, que aludía al Poder Legislativo; asimismo, la cuarta estaba relacionada con el Poder Ejecutivo, y la quinta fijaba lo atinente al Poder Judicial.
De esta forma, dicho principio continuó permeando en los ordenamientos constitucionales subsecuentes —con excepción del Estatuto Provisional del Imperio Mexicano de 1865—, como el Acta Constitutiva de la Federación de 1824 (artículo 9°), la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, también de 1824 (dispositivo 6°), las Leyes Constitucionales de 1836 (secciones tercera, cuarta y quinta), las Bases de la Organización Política de la República Mexicana de 1843 (títulos IV, V y VI), el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847 (numeral 29), la Constitución Política de la República Mexicana de 1857 (dispositivo 50) y la actual Constitución, promulgada en 1917, que en sus arábigos 41 y 49 contempla ese principio, subsistiendo hasta el día de hoy.
Ahora bien, retomando el punto de la división de poderes, es dable traer como referencia que los vocablos división de poderes, acorde con el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, se refieren al principio organizativo de los Estados modernos según el cual las funciones legislativa, ejecutiva y judicial se ejercen a través de órganos distintos e independientes entre sí.
En ese sentido, acorde con dicho principio —contemplado en nuestra Norma Fundamental—, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial deben depositarse en diferentes órganos, por el riesgo que implica que un mismo individuo detente, por ejemplo, la función de administrar el país y al mismo tiempo de crear leyes y que éstas a su vez se apliquen a modo, pues con ese actuar eventualmente se atentaría contra la soberanía y el federalismo del país.
La importancia de la división de poderes
En ese contexto, la importancia de la división de poderes estriba en impedir que un solo individuo ejerza un poder de control ilimitado sobre el Estado, puesto que la distribución de las funciones estatales históricamente ha implicado el equilibrio de las fuerzas, en el que cada poder se ocupa de distintas tareas, restringiendo que algún poder se encuentre por encima de otro y lo subordine, para impedir la instauración de un régimen absoluto.
De ahí que el equilibrio de poderes sea una condición indispensable para que subsista el Estado republicano. Si alguno de sus órganos prevalece sobre el otro conllevará su propia destrucción, pues acabará con la función del otro poder. Esto no significa que no exista posibilidad de control entre los poderes, especialmente cuando la función del mismo sea eso: controlar alguna actividad del otro poder, lo cual deberá efectuarse dentro de los parámetros que la Constitución establezca.
En relación con las funciones consignadas a los poderes, a manera de ejemplo tenemos que el Ejecutivo, entre otras funciones, se encarga de la administración del país; por su parte, el Legislativo funge como el órgano que crea los ordenamientos que regulan el actuar de la sociedad, y el Judicial, por su parte, se encarga, entre otras cuestiones, de la impartición de justicia, todo lo cual genera un equilibrio entre los poderes.

Sin que obste a lo anterior, el hecho de que en casos excepcionales, previstos en la propia Constitución Política de Estados Unidos Mexicanos, los poderes puedan ejercer atribuciones constreñidas a otro; verbigracia, las funciones legislativas que en su caso puede ejercer el Poder Ejecutivo, previstas en el numeral 131 de la Carta Magna, en relación con el presupuesto fiscal.
Otro ejemplo de excepción es la previsión establecida en el artículo 100 constitucional, por medio del cual al Poder Judicial se le otorgan facultades de carácter administrativo, en relación con la elaboración del presupuesto que ejerce tanto la Suprema Corte de Justicia de la Nación como el Consejo de la Judicatura Federal, sin que tal actuación pueda considerarse una intromisión a las atribuciones del Poder Legislativo, puesto que esta última prerrogativa forma parte de la autonomía de la que debe gozar cada uno de los poderes de la Unión, esto es, la presupuestal; máxime que esa facultad se encuentra contemplada por la Norma Fundamental.
En ese contexto, tenemos que si bien la Constitución establece de manera taxativa las atribuciones que corresponde a cada uno de los poderes de la Unión, lo cierto es, que como se vio, algunas de ellas son un tanto dúctiles, ya que en casos excepcionales también pueden ser ejercidas por otro de ellos, con la finalidad de salvaguardar la autonomía y la independencia de cada poder; empero, ajustándose en todo caso a lo establecido en la Carta Magna, pues, de no ser así, podrían vulnerarse los principios aludidos, ya que los poderes por sí mismos no pueden asumir facultades que no les fueron expresamente conferidas por el Constituyente.
Bajo esa lógica, es evidente que el sistema de división de poderes permite la distribución uniforme de las funciones que ejerce cada una las fracciones de los órganos del Estado, garantizando con ello la autonomía y la independencia en su actuación, lo que a su vez genera un equilibrio que impide que un individuo ostente el ejercicio absoluto del control del Estado, lo cual por sí corrompería la soberanía y el federalismo de nuestra nación.
Por lo anterior, es imperioso que en nuestro país prevalezca la división de poderes, instaurada en la Constitución Política vigente, por la importancia que tiene dicho principio para la permanencia de la soberanía y el federalismo en nuestro país, en el que ningún poder debe subordinarse o colocarse por encima de otro.
De igual forma, cada uno de los poderes de la Unión debe evitar irrumpir en la esfera de competencias de los otros, apegándose exclusivamente a las facultades y las excepciones estatuidas en la Norma Fundamental, pues de lo contrario se atentaría contra los principios de autonomía e independencia de cada poder, lo que a su vez repercutiría sobre la imagen de nuestro país a nivel internacional, al generar incertidumbre, tanto en el interior como en el exterior, por el desconocimiento de los valores y los principios contenidos en la Carta Magna, lo que por sí restaría legitimidad al Estado mexicano en relación con los compromisos internacionales que ha asumido y los que se pretendan generar con otros Estados.
Cabe destacar que el hecho de que la división de poderes subsista implica para los propios gobernados la garantía de existencia de un Estado Democrático y de Derecho, en virtud del cual el sistema de contrapesos constituye un límite del ejercicio arbitrario del poder público, que genera confianza y certidumbre a los miembros de la sociedad que la conforman, en relación con el respeto a sus derechos, y que refleja la solidez de las instituciones que la integran.
Por Jorge Luis Barrera Vergara y Arelí Santiago Esteva.